Nos cae bien que Adrián de vez en cuando nos regale algo así.
Enhorabuena Adrián.
Gracias a que Adrián Fatou, nos ha enviado el texto y las fotos ya no tenéis que buscar el periódico, lo podéis ver aquí, con lo cual rectificamos la primera linea del texto y decimos ya hay fotografías.
A disfrutar
Habana vieja
En la habitación 1108 del mítico Hotel Habana Libre veo por la televisión como Raúl Castro se dirige en directo a la Asamblea y a la nación tras ser nombrado Comandante en Jefe de los cubanos. Sin duda el momento es histórico.
El sol de la tarde pega fuerte en la cristalera que hace de cerramiento exterior de la estancia, a modo de gran ventana. La altura te ofrece una perspectiva elevada, cercana y a la vez ajena, de la ciudad de la Habana y de su parte vieja. Abajo todo sigue igual, todo sigue su curso, sin que aparentemente nada trascendente parezca que esté ocurriendo, algo que cambie el curso de esas miles de personas que se bajan de los omnibuses chinos o que se desplazan en los innumerables coches de los años 40- 50, que recogen cubanos en los semáforos exhalando un humo negro con sabor a petróleo.
Las gentes siguen en sus vidas cotidianas, como si nada inminente ocurriese pero convencidos de que algo va a cambiar, aunque en nada dependa de ellos. Como si la dirección del destino estuviese ya inexorablemente trazada.
El discurso es moderado, incluso en su duración. Además de anunciar el fin de tanta burocracia, que a todo hay quien gane, solicita de los diputados autorización para consultar al compañero Fidel todos cuantos asuntos por su importancia lo requieran. La cámara, sin duda, lo aprueba por unanimidad y rompe en un estruendoso aplauso que no se sabe bien a quien va dirigido y que el nuevo Comandante encaja impasible, sin alterar el rictus.
Decido que el momento no es para vivirlo dentro del Hotel y debo salir a la calle para fotografiar que está haciendo la gente. Converso con el taxista que me acerca hasta la Habana vieja , por supuesto es consciente de lo que está ocurriendo, pero con gesto de desencanto o de cansancio tampoco le otorga mayor importancia, como si todo estuviera ya decidido. Como si de una pelota se tratara en una calle cuesta abajo, solo tiene una dirección posible.
Me bajo del taxi en una concurrida y porticada calle de la Habana vieja. La ciudad es una galería de personajes, entre notables fachadas que perdieron su esplendor. Entre escaparates sin apenas contenidos, fotos amarillentas del Che o un jovencísimo Julio Iglesias. Entre frases arengando a la victoria escritas sobre las paredes o pequeños negocios de insostenible viabilidad. Entre negros rudos que con exquisita amabilidad te ofrecen puros o a la mulata más sabrosa de la ciudad. Entre esa amalgama de personajes dignos de formar parte de una novela intemporal en la que reflejar las esencias humanas. Entre todos ellos, me llama la atención la dependienta de un negocio de apenas un metro cuadrado en un soportal, sobre el que un pequeño cartel pintado a mano anuncia que “se arreglan espejuelos”, gafas en nuestro castellano.
Con una dulzura triste y regusto a soledad me pregunta:
- Señor ¿necesita algo?
La miro y le sonrío. Por su edad, intuyo que en la pregunta no hay doblez. E insiste.
- ¿De dónde es usted? ¿Es español?
Le respondo que sí, del sur, de un lugar muy parecido a La Habana. Y empiezo a capturar su rostro en la tarjeta de mi cámara.
Con mirada dulce y a la vez plagada de nostalgia esboza una sonrisa. Una sonrisa tenue, sin fuerza, agotada por el tiempo y la conformidad. Por la que se han escapado el anhelo de vida, de amar, de sentir, de disfrutar. En apenas unos segundos mi cámara empieza a captar sus años pasados felices, sus desengaños y frustraciones. Las ilusiones rotas, como los espejuelos que exhibe en el pequeño mostrador. Las esperanzas marchitas. El cansancio hueco, el hilo débil de entusiasmo que aun la mantiene aferrada a la vida. Esperando, esperando... que pueda ocurrir algo que le devuelva la ilusión, la sonrisa. Que le haga sentir que todavía es joven, que todavía es bella... que todavía queda un tiempo para sentir, para vivir, para arriesgar, para amar.
Sigo apuntando a su rostro, cada vez más cerca, tanto que llego a intimidarla. Cuando la voz de una rubia de tinte barato y desparpajo interrumpe y corta la escena:
- Mayra, haber si este señor quiere ser tu novio y llevarte para España.
Ella hace un gesto de disculpa por el importunio de la compañera y me pide que no le haga caso.
Yo sigo disparando, aunque la magia se haya interrumpido ella intente otra vez disimular la tristeza de su cara, la mirada perdida de sus ojos, esbozando de nuevo una sonrisa que camufle, sin conseguirlo, la nostalgia de su alma. Ella se da cuenta y corre a ocultarse tras una columna y con un gesto leve de su mano me dice adiós mientras sus ojos a punto están de rebosar melancolía.
Sin duda, era la foto, era Cuba. Era la esencia de un pueblo que arrastra un pasado singular y al que le aguarda una importante transformación que ya ha comenzado. Entre sus calles de fachadas decadentes, el humo de los coches antiguos, la música que flota en cada esquina de bar, y la alegría de sus gentes, de dulce y abnegada mirada, La Habana vieja amanece cada día e inunda sus rincones de ilusión..., de melancólica, cansada y marchita ilusión.
En la habitación 1108 del mítico Hotel Habana Libre veo por la televisión como Raúl Castro se dirige en directo a la Asamblea y a la nación tras ser nombrado Comandante en Jefe de los cubanos. Sin duda el momento es histórico.
El sol de la tarde pega fuerte en la cristalera que hace de cerramiento exterior de la estancia, a modo de gran ventana. La altura te ofrece una perspectiva elevada, cercana y a la vez ajena, de la ciudad de la Habana y de su parte vieja. Abajo todo sigue igual, todo sigue su curso, sin que aparentemente nada trascendente parezca que esté ocurriendo, algo que cambie el curso de esas miles de personas que se bajan de los omnibuses chinos o que se desplazan en los innumerables coches de los años 40- 50, que recogen cubanos en los semáforos exhalando un humo negro con sabor a petróleo.
Las gentes siguen en sus vidas cotidianas, como si nada inminente ocurriese pero convencidos de que algo va a cambiar, aunque en nada dependa de ellos. Como si la dirección del destino estuviese ya inexorablemente trazada.
El discurso es moderado, incluso en su duración. Además de anunciar el fin de tanta burocracia, que a todo hay quien gane, solicita de los diputados autorización para consultar al compañero Fidel todos cuantos asuntos por su importancia lo requieran. La cámara, sin duda, lo aprueba por unanimidad y rompe en un estruendoso aplauso que no se sabe bien a quien va dirigido y que el nuevo Comandante encaja impasible, sin alterar el rictus.
Decido que el momento no es para vivirlo dentro del Hotel y debo salir a la calle para fotografiar que está haciendo la gente. Converso con el taxista que me acerca hasta la Habana vieja , por supuesto es consciente de lo que está ocurriendo, pero con gesto de desencanto o de cansancio tampoco le otorga mayor importancia, como si todo estuviera ya decidido. Como si de una pelota se tratara en una calle cuesta abajo, solo tiene una dirección posible.
Me bajo del taxi en una concurrida y porticada calle de la Habana vieja. La ciudad es una galería de personajes, entre notables fachadas que perdieron su esplendor. Entre escaparates sin apenas contenidos, fotos amarillentas del Che o un jovencísimo Julio Iglesias. Entre frases arengando a la victoria escritas sobre las paredes o pequeños negocios de insostenible viabilidad. Entre negros rudos que con exquisita amabilidad te ofrecen puros o a la mulata más sabrosa de la ciudad. Entre esa amalgama de personajes dignos de formar parte de una novela intemporal en la que reflejar las esencias humanas. Entre todos ellos, me llama la atención la dependienta de un negocio de apenas un metro cuadrado en un soportal, sobre el que un pequeño cartel pintado a mano anuncia que “se arreglan espejuelos”, gafas en nuestro castellano.
Con una dulzura triste y regusto a soledad me pregunta:
- Señor ¿necesita algo?
La miro y le sonrío. Por su edad, intuyo que en la pregunta no hay doblez. E insiste.
- ¿De dónde es usted? ¿Es español?
Le respondo que sí, del sur, de un lugar muy parecido a La Habana. Y empiezo a capturar su rostro en la tarjeta de mi cámara.
Con mirada dulce y a la vez plagada de nostalgia esboza una sonrisa. Una sonrisa tenue, sin fuerza, agotada por el tiempo y la conformidad. Por la que se han escapado el anhelo de vida, de amar, de sentir, de disfrutar. En apenas unos segundos mi cámara empieza a captar sus años pasados felices, sus desengaños y frustraciones. Las ilusiones rotas, como los espejuelos que exhibe en el pequeño mostrador. Las esperanzas marchitas. El cansancio hueco, el hilo débil de entusiasmo que aun la mantiene aferrada a la vida. Esperando, esperando... que pueda ocurrir algo que le devuelva la ilusión, la sonrisa. Que le haga sentir que todavía es joven, que todavía es bella... que todavía queda un tiempo para sentir, para vivir, para arriesgar, para amar.
Sigo apuntando a su rostro, cada vez más cerca, tanto que llego a intimidarla. Cuando la voz de una rubia de tinte barato y desparpajo interrumpe y corta la escena:
- Mayra, haber si este señor quiere ser tu novio y llevarte para España.
Ella hace un gesto de disculpa por el importunio de la compañera y me pide que no le haga caso.
Yo sigo disparando, aunque la magia se haya interrumpido ella intente otra vez disimular la tristeza de su cara, la mirada perdida de sus ojos, esbozando de nuevo una sonrisa que camufle, sin conseguirlo, la nostalgia de su alma. Ella se da cuenta y corre a ocultarse tras una columna y con un gesto leve de su mano me dice adiós mientras sus ojos a punto están de rebosar melancolía.
Sin duda, era la foto, era Cuba. Era la esencia de un pueblo que arrastra un pasado singular y al que le aguarda una importante transformación que ya ha comenzado. Entre sus calles de fachadas decadentes, el humo de los coches antiguos, la música que flota en cada esquina de bar, y la alegría de sus gentes, de dulce y abnegada mirada, La Habana vieja amanece cada día e inunda sus rincones de ilusión..., de melancólica, cansada y marchita ilusión.
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